Cuando, hace tres años, leí las "Pequeñas memorias" de Saramago, este párrafo lo releí con emoción varias veces. Mi infancia pasó en el asfalto madrileño. La de mis hijos, por suerte, se pareció algo más a la de Saramago, aunque también han luchado contra los tiranosaurios virtuales.
El final del largo párrafo es maravilloso.
Hasta siempre, Saramago. Y gracias, porque nunca dejaste de ser el niño pobre y sensible de Azinhaga.
[…] Entonces le digo a mi abuela: “Abuela, me voy a dar una vuelta por ahí”. Ella responde: “Vete, vete”, pero no me recomienda que tenga cuidado, en ese tiempo los adultos tenían más confianza en los pequeños a quienes educaban. Meto un trozo de pan de maíz y un puñado de aceitunas e higos secos en la alforja, elijo un palo por si se diera el caso de tener que defenderme de un mal encuentro canino, y salgo al campo. No tengo mucho donde elegir: o el río, y la casi inextricable vegetación que le cubre y protege las márgenes, o los olivares y los duros rastrojos del trigo ya segado, o la densa mata de rosáceas, hayas, fresnos y chopos que bordean el Tajo, después del punto de confluencia con el Almonda, o, por último, hacia el norte, a unos cinco o seis kilómetros de la aldea, el Paular del Boquilobo, un lago, un estanque, una alberca que al creador de los paisajes se le olvidó llevarse al paraíso. No había mucho donde elegir, es cierto, pero, para el niño melancólico, para el adolescente contemplativo y tan frecuentemente triste, éstas eran las cuatro partes en que se dividía el universo, de no ser cada una de ellas el universo entero. Podía la aventura alargarse horas, pero nunca acabaría antes de que su propósito hubiese sido alcanzado. Atravesar solo las ardientes extensiones de los olivares, abrir un arduo camino entre los arbustos, los troncos, las zarzas, las plantas trepadoras que levantaban murallas casi compactas en las orillas de los dos ríos, escuchar sentado en un claro sombreado el silencio del bosque solamente quebrado por el piar de los pájaros y por el crujir de la enramada al impulso del viento, moverse sobre el paular, pasando de rama en rama a lo largo y ancho de la extensión poblada de sauces llorones que crecían dentro del agua, no son , se diría, proezas que justifiquen mención especial en una época como la nuestra, en que, a los cinco o seis años, cualquier niño del mundo civilizado, incluso sedentario e indolente, ya ha viajado a Marte para pulverizar a cuantos hombrecitos verdes le salieran al paso, ya ha diezmado al terrible ejército de dragones mecánicos que guardaba el oro del Fuerte Knox, ya ha hecho saltar en pedazos al rey de los tiranosaurios, ya ha bajado sin escafandra ni batiscafo a las fosas submarinas más profundas, ya ha salvado a la humanidad del aerolito monstruoso que iba a destruir la Tierra. Al lado de tan superiores hazañas, el muchachito de Azinhaga sólo podría presentar su ascensión a la punta extrema del fresno de veinte metros, o si quieren, modestamente, aunque con mayor provecho para el paladar, sus subidas a la higuera del huerto, por la mañana temprano, para alcanzar los frutos todavía húmedos por el rocío nocturno y sorber, como un pájaro goloso, la gota de miel que de ellos brotaba. Poca cosa, es verdad, pero me parece más que probable que el heroico vencedor del tiranosaurio ni siquiera sería capaz de atrapar una lagartija con la mano.
Las pequeñas memorias. José Saramago. Alfaguara, 2006 (Págs. 20 – 22)
Buenísimo... Saramago es mucho Saramago... me pillaré ese libro. Gracias Javier :-D
ResponderEliminarGracias por tu comentario, lectores como tú dan moral. Para los que no lo sepan, José Antonio es el "monstruo" que hace el blog
ResponderEliminarhttp://montanaspersonales.es/