miércoles, 10 de marzo de 2010

Para disfrutar de algunas cosas, hay que mojarse

















El Santuario de Tíscar, este invierno - Foto: Javier Broncano

En la ciudad, el agua es ese líquido que sale por el grifo. Si quieres agua, mueves un dedo y ahí la tienes. El agua es también esa inconveniencia que, algunos días, te obliga a cargar con el paraguas para protegerte durante el poco tiempo que no estás bajo techo, o te estresa por la sobrecarga del tráfico propia de los días lluviosos. Eso es todo. Casi no la oyes, salvo cuando llueve fuerte, y casi no te moja, salvo en la ducha. Haya sequía o diluvie, casi todo seguirá igual en la vida cotidiana. Hay toda una maquinaria técnológica y social que se ha construido sabia y metódicamente durante siglos para estar a salvo de los elementos: el agua, en la ciudad, es algo distante y predecible.

¿Y en un pueblo? No nos pasemos de románticos: las cosas aquí son bastante parecidas. El agua de consumo está garantizada y, si trabajas bajo techo, tu contacto con la lluvia o la nieve será mínimo. Pero, si tu entorno de trabajo es el campo o el monte, las predicciones meteorológicas te hacen tomar decisiones que van bastante más allá de si coges o no el paraguas. Y sobre todo, te mojas. Y los pies se te llenan de barro. Y tienes que tener cuidado de que el coche no se te atasque en un barrizal.

En un año como este, excepcional en cuanto a precipitaciones, mis amigos de Madrid comentan, como mucho, aquello de “¡vaya añito de agua que llevamos!”. Y se cambia de tema. Sin embargo, en la Sierra de Segura, para todo el mundo, todos los días, el agua es el asunto número uno de conversación. Aquí el agua se ve nacer donde casi nunca había nacido. Se la ve correr por quebradas que siempre estuvieron secas y hacerlo con un ímpetu nunca visto en ríos y arroyos.  Se la ve salirse de madre, recuperar lo que le pertenece, incluso destruir. Se la ve, cada día, llenar los embalses.

Aquí, al agua, no sólo se la ve. También se la siente y se la toca. Y, sobre todo, se la oye. Estos días, no hace falta que te acerques a un río o a una fuente. Sales al monte, y el agua es un rumor profundo, difuso, omnipresente. Aunque no la veas, está ahí, como un bajo continuo que da cimiento y soporte a los demás instrumentos del concierto del bosque.

La lluvia, también, en un año como este, sirve para vivificar la trama social del recuerdo compartido. Se rememora lo que pasó en tal año o en tal sitio en situaciones parecidas, y la palabra de los viejos recupera todo su prestigio. Ellos son la última autoridad para calificar definitivamente la excepcionalidad de los hechos por comparación con los registros que su memoria atesora.

El agua hace hablar del pasado, pero también del futuro inmediato. Todo el mundo tiene los dientes largos ante la promesa cierta de una primavera espectacular, para cuyo goce y disfrute no será necesario superar el doloroso trámite de hacer maletas, aguantar una caravana en la autopista y pagar una pasta en un alojamiento rural que atrae al cliente con el lema "ven y vívelo".

Aquí, para bien y para mal, ya "lo vivimos". Aquí nos mojamos, pero la primavera ya está llamando a nuestras puertas. No hay más que ver los almendros en flor.




















Almendro en flor, Vincent Van Gogh, Óleo sobre lienzo, 73,5 x 92 cm.

1 comentario:

  1. Javier, te estás superando... sigue así, me encanta el tono poético de esta última entrada. Un saludo y hasta pronto !!!

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