Foto: Javier Broncano
El sol afloja las riendas del dominio avasallador que ha ejercido durante los meses anteriores y permite que surja una especie de segunda primavera. Los ríos y arroyos siguen muy menguados de agua, pero las primeras lluvias traen frescores ya casi olvidados y el suelo, sediento, lo agradece haciendo emerger nuevas praderías. El calor, al tiempo que cede, rinde cuentas de su trabajo y exhibe sus sabrosos resultados: las uvas moradas o amarillas colgando de las parras que dan sombra en las viejas cortijadas; los higos, combando las ramas de las higueras y perfumando su entorno; las moras, punteando las zarzas de rojo y negro; las granadas, rajadas de jugosa exuberancia. Las temperaturas son suaves, pero las chimeneas de los cortijos de las zonas altas, impacientes tras apenas dos meses de descanso, están ya pidiendo que se enciendan las primeras lumbres al caer la noche.
El monte se va convirtiendo en una formidable despensa de frutos, ofrecidos con generosidad por arbustos y matorrales silvestres a las aves. Algunas de ellas aprovechan a fondo la situación, pues necesitan estar sobradas de reservas para emprender la migración hacia el sur. Se va apagando el rumor de los invertebrados, que hasta ahora ha sido incesante, pero deja su lugar, en el ocaso, a otro sonido de más enjundia: el de la berrea.
Es momento de esplendor culinario, pues los hortales entregan su cosecha a quienes los han trabajado con paciencia y saber hacer: tomates, pimientos, orondas cebollas, abundantes patatas, habichuelillas verdes y morunas... Productos que, frescos o en conserva, serán la base de la cocina tradicional segureña, junto a la harina, el aceite de oliva y el cordero.
Del libro "La Sierra de Segura. El Sur Verde"
Javier Broncano - Joaquín Gómez
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