
Hace ya tanto tiempo que algunas aldeas de la Sierra de Segura quedaron abandonadas que cuando uno curiosea entre sus ruinas siente el vértigo de caer en el abismo del pasado. Hace unos días bajé desde Pontón Alto hasta Las Espumaredas y Las Huelgas, ambas despobladas y enclavadas en la zona más agreste y solitaria de la Sierra. En Las Espumaredas de Abajo apenas nada queda en pie, de manera que las piedras que un día fueran meticulosa y trabajosamente colocadas hoy se esparcen por el terreno y se dejan absorber por un paisaje del que nunca se separaron del todo. Lo vertical, que se fue elevando con la savia del ansia de vida de muchas generaciones, ha vuelto al reino de lo horizontal, el del pasado, el del suelo, el de la muerte.
Te mueves entre los escombros como vulnerando la intimidad de las personas que hoy –si aún vivieran- se taparían los ojos para evitar lo doloroso de su vista. Y aparecen restos de los objetos cotidianos. Atención: cada uno de ellos fue imprescindible y tuvo una función muy precisa. Costó mucho esfuerzo hacerlo a mano, por no hablar de su precio si no hubo más remedio que comprarlo. Cada utensilio era simple y robusto. Se reparaba. Duraba. Y se lo tenía en consideración como algo casi insustituible.
Por eso, y porque no había petróleo, ni electricidad, ni asfalto, aquella era otra civilización. Tan rápidos y profundos han sido los cambios desde entonces, tan largo es el tiempo cultural que media entre nuestros abuelos y nosotros –mucho más que el que muestra el calendario- que hoy, cuando escudriñamos entre las ruinas, uno puede imaginar la sensación de excitación que pueden sentir los arqueólogos en su viaje al pasado, cuando se sumergen en él y lo palpan a través de los objetos.
Para mí es más viva y más punzante la vivencia del paso del tiempo recorriendo una de estas aldeas abandonadas que visitando los pulcros restos de unas ruinas monumentales, o mirando piezas milenarias en las vitrinas de un museo, o viendo ingeniosas recreaciones históricas multimedia en un espacio interpretativo.
Porque entre las tejas rotas de Las Espumaredas de Abajo contemplas en su descarnado contexto en qué ha quedado aquel barreño en el que tal vez una mujer bañó a sus hijos; la cerradura que un día abrió por primera vez la puerta de una casa recién levantada; el gancho del que colgaron las escasas viandas; y hasta ese pequeño detalle decorativo de madera que adornó un dintel y que, posiblemente, fuera mirado en su día con especial satisfacción por ser uno de los escasísimos objetos no estrictamente utilitarios que se pudo permitir una familia.
Hoy el hierro está oxidado y la madera picada. No ha habido piedad para ellos. No han sido reivindicados, ni “puestos en valor”, ni siquiera apenas recordados. Son tiempo en estado puro. Como lo es el pletórico optimismo con el que la naturaleza, en Las Espumaredas de Abajo, recupera el terreno perdido. “Zona de Reserva”, reza una placa que se alza ufana en medio de la desolación.
Fotos: aldea de Las Espumaredas (Santiago-Pontones)
Javier Broncano Casares