Con Isabel en 1986. Hace unos días, un amigo al que hacía mucho tiempo que no veía me dijo aquello de "no has cambiado nada". Mi respuesta fue cruel: "tú tampoco".
Esta mañana he paseado largamente por el Peñalta, nevado y solitario. Iba oyendo un podcast del programa Músicas Posibles (Radio 3) en el que Jonás Trueba hablaba con Lara López sobre su película “Todas las canciones hablan de mí”. La conversación y las canciones que sonaban me tenían abducido (Lito Vitale, Franco Batiatto, Nacho Vegas, Enrique Morente cantando a Leonard Cohen…). En fin, cine, música, libros: golosísimos objetos para mi mente, en la que se despertaba el irresistible deseo de aparecer súbita y mágicamente en Madrid para encerrarme un par de días en el cine Golem y salir sólo para ir a husmear a la Casa del Libro y a escuchar jazz en el Café Central.
Pero una visión fugaz me devolvió al presente: un zorro, con su bello pelaje de invierno, cruzó el camino a unos treinta metros de mí, se paró a mirarme y desapareció monte abajo como una exhalación. Tres segundos. Vale. Pues este invierno precisamente hace veinticinco años que dejé atrás el vibrante ambiente de la tercera ciudad más grande de Europa para venirme a estas montañas y poder disfrutar de tarde en tarde de tres segundos así. Un emigrante al revés. Qué verdad es esa de que estamos gente pa tó.
Bodas de plata, que le dicen. Veinticinco años. Más que suficientes para que, cuando algún ingenuo amigo madrileño me dice aquello de lo bien que se vive en los pueblos y lo tranquilo que estaré, le pregunto si él aguantaría más del mes de vacaciones en un pueblo perdido. Y que la tranquilidad, o te la construyes en tu cerebro (y el ambiente rural ayuda, pero nada más) o ya te puedes ir a buscar la paz a las fuentes del Ganges, que te va a dar lo mismo.
Hoy puedo decir que aquí no he encontrado casi ninguna de las cosas que bobamente buscaba hace un cuarto de siglo, pero he ido descubriendo otras que me han atado con hilo de plata. El olor de la leña en invierno, el águila culebrera que vuelve puntualmente en marzo, el pan de Pontones mojado con aceite ecológico de Génave, o la expresión de los chiquillos de los coles cuando subo con ellos al Navalperal y al llegar arriba gritan “Diohhhh, qué paisajacoooo…! (literal, de una cría del colegio de La Puerta de Segura).
En fin, que… bueno, que gracias. Dicho burdamente para no ponerme pasteloso, gracias a la Sierra de Segura en su totalidad, es decir, a su gea, flora y fauna, y especialmente a la fracción humana de esta última, y dentro de ese peculiar grupo, a los individuos e individuas que, en su sinrazón y cortas luces, han confiado en mí.
Y ahora, algunas fotillos, que sé yo que os gustan.
Y ahora, algunas fotillos, que sé yo que os gustan.
¿1987? Destripando terrones junto a un amigo (soy el que está de perfil). Mi vocación campesina fue breve, sólo duró hasta que descubrí que era incompatible con irse por ahí en verano. Cosas de urbanita en proceso de reciclaje.
Al poco de llegar a la comarca, un grupo de amigos fundamos el Colectivo Ecologista Segura Verde. Una de las primeras acciones fue oponerse a la tala de la vieja morera que había en la plaza de Hornos.
1987. David pasa del postre y disfruta del reino felino, bajo la atenta mirada de mami. "Gatetes", les sigue llamando.
¿1988? Con Daniel, en Hornos, en una mañana de niebla. Él, ahora, vive en Londres, donde también ve los insólitos zorros de esa ciudad en su propia calle. Pero, en cuanto puede, se viene a quemar las cubiertas de su bici de montaña por estos perdederos segureños, donde los zorros están como más en contexto.
¿1990? En la cumbre del Yelmo, una soleada mañana de invierno. Daniel examina una mariquita con gran concentración. David intenta ver buitres con unos de aquellos prismáticos soviéticos con tantos aumentos que servían divinamente para dirigir batallas de tanques, pero que eran totalmente inútiles para observar un pájaro en condiciones.