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Fotograma de Tasio, Montxo Armendáriz, 1984 |
Hace unos días, el Seprona de la Guardia Civil
imputó por furtivismo a dos personas del término de Santiago-Pontones, a las que incautó un rifle ilegal con mira telescópica y silenciador, y un trofeo de jabalí.
El furtiveo tiene hondas raíces sociales pero el furtivo de ahora no tiene nada que ver con el de antes. Este cazaba para arrimar algo de carne a la olla, escasa siempre de proteínas, o escasa a secas; a lo sumo, buscaba también unas cuantas pieles que malvender al marchante. Se doctoraba bien joven en la universidad de ciencias aplicadas de la naturaleza y ya su vida era un interminable master de perfeccionamiento. Mantenía vivitas y coleantes en su cerebro todos las facultades necesarias para sobrevivir en la naturaleza, venidas a menos en la evolución humana, pero aún encriptadas en la información genética que todos heredamos. Por eso se conocía al dedillo las costumbres, los secretos, las querencias y hasta las manías de los animales. Casi era uno más de ellos, el más inteligente.
El furtivo de ahora deja la carne en el monte y se lleva el trofeo. Busca el dinero y algún motivo de jactancia para engordar su ego en el bar del pueblo. El arte en su oficio se limita a cerciorarse de que el bulto con cuernos que se mueve en el visor nocturno de su mira telescópica no tenga pinta de ser una vaca. Eso, y unas cuantas añagazas para intentar burlar a la guardia civil y a la guardería. Entre la actitud y las motivaciones de unos y otros furtivos hay una distancia sideral, tan grande como la que media entre la vida actual y la vida tradicional, que irremisiblemente desapareció en nuestro país entre 1950 y 1980.
Recoge Borja Cardelús cómo se las gastaban los viejos furtivos de Cazorla en su libro
Crónicas de la memoria rural española, obra que si me pusiese a elogiar no habría espacio virtual suficiente en Blogger, aunque lo intentaré algún día. Reproduzco textualmente, porque tiene miga, el testimonio de un abuelo cazorleño que Cardelús cita:
“La cabra montés tenía mucha valentía, era un bicho de mucha sangre. Trepaba por las cuestas como si nada, y a la hora de ir a matarlas había que subirse por los cuchillares por donde ellas andaban. Pero tenían una carne fuerte, de mucho alimento, y estábamos en cazarlas. Como no teníamos escopetas ni medios, lo que hacíamos era poner una tabla orilla un barranco, asomando. Poníamos una zanahoria o una verdura en la tabla, pero cada vez más lejos, y la cabra se iba confiando, hasta que la tabla se vencía y se despeñaba barranco abajo”.
Cuando charlas con algunos ancianos de la Sierra sobre aquellos tiempos no te cuentan que fueran unos angelitos, sino unos buscavidas que vivieron su juventud en unos tiempos cuyas penurias hoy apenas imaginamos. Tuvieron que dominar todos los oficios, y lo que daba el monte –caza, leña, setas, hierbas silvestres- eran recursos a los que había que recurrir, sí o sí, fuera quien fuera su propietario más o menos legítimo –que esa es otra. Aún hoy en día, cuando voy a mi Madrid natal y paseo por el parque de Entrevías –una zona de Vallecas masivamente poblada por emigrantes andaluces- me asombra ver a algunos mayores recogiendo determinadas hierbas silvestres para las que nadie, salvo ellos, tiene ojos.
En 1984, Montxo Armendáriz levantó acta de defunción y puso el mejor epitafio posible para el viejo oficio del furtivo con su inolvidable película
Tasio. Hace décadas que no quedan Tasios, relevados por lamentables caricaturas disfrazadas de Rambo. Entre los Tasios y los Rambos no media una simple mudanza cultural, sino todo un cambio de civilización, como dice acertadamente Mercedes Álvarez en otra genial –aunque mucho menos popular- película de 2004:
El cielo gira. Pero en esta otra civilización, la nuestra, la que vive a crédito y dispone –todavía- de energía a espuertas, en la que por suerte no necesitamos salir a poner trampas por la noche a la finca del señorito o del Estado, tenemos mucho que aprender de aquella otra que conocieron, sufrieron y gozaron nuestros abuelos y bisabuelos, de los que nos quedan sus testimonios con un valor incalculable. Pero, además, nuestros propios cerebros aún guardan como oro en paño en sus más secretos recovecos una memoria dormida mucho más primigenia, que atesora el código de las capacidades desarrolladas por una especie que fue capaz de levantarse sobre dos piernas y aprender a gestionar el fuego.
Tal vez por eso esta mañana, cuando he subido al monte para el ritual anual de recoger piñas de negral con las que encender la lumbre en invierno, el aroma a mejorana que levantaban mis pisadas ha hecho que mi cerebro emitiera orden imperativa de tirar el saco al suelo, cerrar los ojos y respirar profundamente durante unos largos instantes.
Imagen: fotograma de Tasio. Filmoteca Española. España es cultura
Aquí puedes descargarte, de manera legal y gratuita, el libro Crónicas de la memoria rural española
, publicado en 2011 por el Ministerio de Medio Ambiente y Medio Rural y Marino